Te marcó la agresión y los insultos de aquel cabeza rapada a la ecuatoriana. Al día siguiente, compraste un espray de defensa personal. Tú no eres extranjero pero nunca sabes si el próximo en sufrir la violencia serás tú. Desde aquel sábado noche, no podías dejar de pensar que no hiciste nada por ayudarla. Te consolaba que tampoco nadie, en todo el vagón, la defendió del skin head.
Aparecía William Wallace entrando a caballo por tu ventana y te machacaba la cabeza con una bola de hierro por tu traición. Morías acostado en la cama, como Mornay en la película Braveheart. El rostro de Mel Gibson era el de la ecuatoriana y Mornay tenía tu cara. Noche tras noche, la misma pesadilla te visitaba. Esa ecuatoriana podría haber sido tu madre, prima, amiga, tu hermana... y tú no habías hecho nada para impedir que la agredieran.Nada.
Como cada noche de sábado, volvías de trabajar con el tren desde Valencia hacia Gandía. Aquello estaba lleno de jóvenes de camino de las discotecas, todos ellos con muchas ganas de desfasarse y olvidar la maravillosa sociedad en la que vivimos. El humo y el aroma de sus porros te recordaban tu no lejana juventud. No obstante, a ti únicamente te preocupaba encontrar la oportunidad de demostrarte que no eras un cobarde imbatido o un desertor nunca vencido.
Llegó el momento que esperabas. Cuatro suramericanos de veintimuchos años increpaban a un grupito de seis chicos y chicas de 18 años en el mismo vagón donde tú estabas sentado. Cuatro son demasiados para ti solo, pensaste. Te preguntaste que haría William Wallace si estuviera en tu lugar. Él le mostraría el culo al oponente para hacer que viniera a su terreno. Y después qué?
Le enseñaste el orto, sin pensar mucho, a los cuatro suramericanos. Dejaron a los seis pollitos rápidamente y te miraron. Ellos y sus insultos, al son de reguetón, avanzaron hacia ti. Qué podrías hacer ahora? Rociaste la cara de los cuatro con tu espray, aunque todo el vagón sufrió sus efectos nocivos. Tú saliste rápidamente y, desde la zona entre vagones, observaste sus gritos y lloros.
Entraste a repartir patadas a los cuatro incautos que habían despertado tu fiera. Ninguna frase digna de recordar te vino a la mente. Nada como los sermones de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction. Nada, sólo dabas hostias. De repente, cuatro brazos te agarraron por la espalda. Eran los dos guardias de seguridad. De dónde habían salido si nunca hay seguridad en los trenes los sábados por la noche. Espray también para ellos. Cayeron al suelo gritando por el escozor. A ellos si les dijiste un par de cosas mientras les pegabas unas cuantas patadas. “Siempre llegáis tarde, hijos de puta !!!”.
El tren se paró y las puertas se abrieron. Era la parada de “El Romaní”. No era la tuya pero bajaste y chillaste “Libertad”. Nadie te oyó en el vagón, por culpa de sus propios chillidos de dolor. La adrenalina te hacía volar mientras huías. En diez minutos, que guirigay montaste allí. Lo único que hiciste de William Wallace fue mostrar el culo y gritar libertad. El resto te recordaba más a Michael Douglas en “Un día de furia”. Estabas ya fuera de la estación. Te perseguirían?
El mundo no es como las películas, pensaste mientras buscabas la forma de llegar hasta Gandía desde allí. Tu habías defendido a los indefensos jóvenes y, aún así, los seguratas te reprendieron a ti. Espera, en las películas también pasa. En V de Vendetta. el Zorro o Robin Hood, los que ayudan a los desposeidos son asediados por los que gobiernan y sus fuerzas represoras. En aquel momento, te diste cuenta de que los gobernantes declaran siempre héroes a sus fieles verdugos.
Tú no querías ser bueno ni pretendías atacar a los malos, sólo habías hecho lo que te gustaría que hicieran por ti. Únicamente, habías ayudado a seis chavales, tumbando a cuatro tipejos. Eso te hacía sentir bien de nuevo después de la muerte de tu hermana Claudia. Desde que faltó ella hace nueve años, buscabas siempre sin éxito ese bienestar en compañía de Jack Daniels, entre polvos blancos o con amigas de peaje.
Sabías que volverías a defender a los que lo necesitaran porque eso te hacía feliz. A pesar de que tu criptonita permanecía en cada esquina de aquella ciudad de vicios, lo harías. Porque Willy el Loco, como te conocían en Gandía desde la que liaste en el concierto de Loquillo, había encontrado su propio camino hacia la felicidad.
CONTINUARÁ...
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